Escrito por Alfredo Salgado
El placer masivo de escuchar música es sin duda un ejercicio que difilmente alcance los 100 años, y si los supera es por poco.
Solo tenemos que pensar que para escuchar música, el genio de Leipzig, el Cantor de la Iglesia de “Santo Tomás”, el gran Sebastian Bach, tenía que reunir a su inmensa prole y a su mujer, y ponerse a cantar y a tocar. De otra manera, este fecundo creador no tenía muchas posibilidades a mano de escuchar ¡su música! Se cree que los Conciertos de Brandenburgo jamás fueron escuchados tal vez ni siquiera por él: podemos darnos cuenta de lo difícil que resultaba escuchar una cancioncita por ahí.
Había una sola opción: como diría el gran Héctor Lavoe, meterle mano uno mismo, coger su instrumento, afinar la voz, y empezar a echarle bolas, como hacemos aquellos que disfrutamos de nuestra justa ventaja de tocar cuando llevamos ganas y cantar cuando nos conviene.
Y es que el placer de escuchar música es un placer muy nuevo, novisimo. O por lo menos su acceso a él. Está asociado como ya sospechamos, al desarrollo de los medios eléctricos y ahora electrónicos, digitales y cibernéticos: Ud. agarra su cd, lo mete en su cajetin, puya su botón y de allí a comenzar a gozar una bola no hay mucha distancia. No importa la calidad de la música. Metes tu cd y escuchas tu asunto. El placer al alcance de in click.
El viejo Bach se las veía de cuadrito y mucha de su música tuvo que apenas imaginarsela. Tal vez por eso, dos de las piezas cumbres de toda la historia de la música, la Ofrenda Musical y el Arte de la Fuga, se cree que es música para ser leida y no escuchada, ya que no se señala en su partitura la instrumentación a utilizar. Hoy sería impensable que alguien escribiera una pieza musical para ser leida y no cantada ni tocada.
Los cuatristas tenemos la ventaja que podemos encerrarnos en nuestras habitaciones, tomar nuestro instrumento y comenzar a viajar entre las cuatro cuerdas sin que nadie se entere. Tal como haría el viejo Bach en sus tiempos. Me lo imagino a la luz de una vela, acariciando su viola da gamba, o su laud, o su clavicembalo. Casi como nosotros, que para escapar de las oscuranas con las que nos castiga la crisis eléctrica, nos acompañamos de nuestro cuatro, y también a la luz de una vela. Mejor compañía no hay.
La tradición del cuatro nos devuelve de alguna manera al mundo sin electricidad, pero con la ventaja que cuando se quiera, nos conectamos a intenet y “subimos” nuestra interpretación a la red, para el deleite gratuito de quien guste.
Escuchar a Gualberto, a Cecilia Todd, a Pacheco, a los Golperos de Don Pío, es un deleite en sí. Pero lo más sabroso de todo, es coger el cuatro y “sacar” esa canción que tanto nos gustó. Es decir, hoy disfrutamos de lo mejor de los dos mundos: tocamos y cantamos cuando deseemos, solos o acompañados de la familia, y también nos beneficiamos de escuchar lo que se haya grabado o pirateado, porque también esta variable hay que meterla en la cuenta.
Entonces, en este mundo en el que disponemos de tanta música, el desafío es cómo no naufragar en el oceano del mal gusto, de la música fácil, de la seudo poesía, de las fábricas de chorizos musicales. La ventaja que también tenemos es que así como hay tanta mala música disponible, también hay muy buena música disponible. Se trata al fin de cuentas de un esfuerzo por cultivar el buen gusto y de compartirlo con los prisioneros de los programas maratónicos de los sábados y ver si logran escapar de esas prisiones de fin de semana.
Así que la próxima vez que lo agarre un apagón, que seamos llevado sin aviso y sin protesto al siglo xviii, coja su cuatro, su mandolina, su guitarra y fájese a cantar. Por lo menos tendremos una buena idea de cómo la pasaba el viejo Bach y de porqué al final de esas veladas musicales terminaba pegándole una barriga a Ana Magadalena, con quien tuvo 13 muchachos, sumados a los 7 que le había dejado María Bárbara, su primera esposa, de quien tristemente enviudó.